Oscar Jaime López Musikka

Periodista, Catedrático y Empresario Envigadeño, residente en México

Registro gráfico del 7 de Diciembre de 2024

La Noche de las Velitas

Oscar Jaime López Musikka 

Desde el mediodía nos sentábamos a esperar a que llegara mi papá con las velitas.

De pronto, hacía su aparición con una caja de cartón y decenas de velas de todos los colores. Y más se demoraba en bajarse del carro que nosotros en empezar a repartirnos el trabajo de pegarlas.

Nuestra casa era grande, y estaba situada en una esquina muy vistosa. Hoy, esa casa que después se convirtió en restaurante, alberga una tienda D1, y está situada junto al Liceo La Salle de Envigado.

Yo nunca las conté, pero es posible que mi papá trajera 200 o 300 velas para pegar en el techo de la casa, en los bordes de las ventanas y en la acera junto a la calle. Recuerdo que un año, mi tío Jairo,que también vivía en el barrio, compró 400 velitas para adornar su casa.

La idea era que la gente se entusiasmara al ver nuestro fervor.

En esa época -hablo de inicios de los años 60- había una tradición: mucha gente salía de paseo desde todos los rincones de Medellín a «ver los alumbrados». Era una fila interminable de carros que venían desde el centro de la ciudad, pasaban por El Poblado y admiraban la decoración navideña y las luces que adornaban las casa-fincas de ese sector, que por esa época todavía era muy campestre.

El paseo llegaba hasta Envigado y algunos continuaban hasta Itagüí, aunque otros se devolvían por la Autopista Sur hacia sus lugares de origen.

La parte más divertida del encendido de las velitas era subirse al techo de mi casa, que era diferente al de las otras porque no tenía tejas sino una plancha de cemento cubierta de brea impermeabilizante, toda una novedad para la época.

Allí nos repartíamos la tarea y cada uno de nosotros se encargaba de un sector. Así pasábamos un buen rato pegando las velas y esperábamos a que comenzara a anochecer para encenderlas.

Muy posiblemente, y antes de proceder a prenderlas, nos íbamos con mi papá en el carro a buscar las casetas expendedoras de pólvora que se ubicaban a lo largo de la Autopista Sur, entre El Gran Pandequeso y el Doña María, restaurantes muy populares de esa época.

Totes, mosquitas, borrachitos, pilas, silbadores, chispitas, chorrillos, buscaniguas… era un verdadero arsenal que más tarde quemaríamos sin parar, de manera irresponsable pero muy divertida.

Los totes más tradicionales eran marca Torero, de color azul, y venían en una especie de álbumes de papel. El problema es que había que rastrillarlos muchas veces contra el suelo para que comenzaran a chispotear por toda la calle. Pero luego aparecieron los totes Vulcano, de color morado, más fáciles de prender. De hecho, solo con dejarlos caer se encendían.

Luego, en medio del humo levantado por la pólvora, comenzábamos a elevar algunos de los globos de papel que habíamos compardo en una tienda llamada «La Cachucha» donde terminaba la calle 10 de El Poblado.

Más tarde aprendimos a fabricarlos. Había que comprar pliegos de papel de seda de diferentes colores, cortarlos y pegarlos con engrudo. Lo más complicado era pegar la candileja de alambre de forma que no quedara «boquineto» y que la mecha no quedara inclinada, evitando así quemar el globo por uno de sus costados.

Algunas veces colgábamos de ellos algunos regalos. Habitualmente era un papelito en el que decíamos que quien lo cogiera podía llegar a la casa a reclamar un premio. Esos ‘colgandejos’ -así los llamábamos- los hacían acreedores a un chorrillo o a un billete de peso que mi papá entregaba a regañadientes.

Esa misma tarde, muy posiblemente habíamos visto volar decenas de globos en todas sus formas, ya fueran cajas, trompos o pirulíes de 8 pliegos, pero también aparecían unos gigantescos con diferentes formas (carros, animales, estrellas, chorizos) que venían desde la finca El Vergel de los Díez, en la loma que sube actualmente a El Tesoro, o los que elevaban los Gaviria, muy cerquita de mi casa.

Junto a mis amigos de barrio ya habíamos salido a perseguir con espejos algunos de esos globos. Al final, terminábamos metidos en los grandes potreros que había al frente de mi casa, una inmensa finca de los Echavarría donde entrenaban sus caballos pura sangre y donde, años más tarde, se creó la urbanización Bosques de Zúñiga.

Allí caían la mayoría de esos globos que nos llevábamos como trofeos para mostrarlos a nuestros padres y que aunque tratábamos de elevar de nuevo no funcionaban bien porque estaban llenos de hollín, que los hacía muy pesados.

Luego de encender las velitas nos sentábamos a ver la fila interminable de carros que ocupaba los dos carriles de la avenida El Poblado – Envigado. Nos encantaba ver las caras de la gente, especialmente las de los niños, y escuchábamos los cantos en coro de los ocupantes de los buses que pasaban haciendo sonar sus pitos a todo volumen.

Era la noche en la que todos en el barrio éramos una sola familia. Todos éramos amigos de todos, y nos ayudábamos en la tarea de pegar las velitas y compartíamos la pólvora entre todos, siempre y cuando no hubiera papeletas, que no solo eran más peligrosas sino muy ruidosas y molestas.

Es verdad: siempre alguien salía quemado, aunque no recuerdo haber visto a alguno de mis amigos o familiares con quemaduras graves.

Al otro día, en la mañana, el programa continuaba: todos salíamos a recoger la parafina que había quedado pegada al suelo en las aceras y los bordes de las ventanas, y la felicidad era mayor cuando encontrábamos algún elemento de pólvora que no había funcionado o se había apagado antes de estallar.

Esa pólvora la recogíamos, la metíamos en unos tarros grandes de Saltines Noel y la hacíamos estallar. Eran las famosas ‘recámaras’.

Y este era solo el comienzo de la navidad, la época más alegre, ruidosa, fraternal y feliz del año..